14 mayo 2018

La actitud del Vicepresidente con una persona discapacitada pidiendo limosna ha indignado a muchos; menos, claro está, a los más obsecuentes funcionarios de gobierno (“¡bien jefe!”); y de seguro tampoco ha indignado a la alta jerarquía de católicos y evangélicos que han hecho negocio pregonando la caridad cristiana.

El problema está en que muchos se indignaron por la manzana mordida, no porque en nuestro país exista mendigos,; seguro estoy que si el Vicepresidente hubiese entregado una manzana entera el número de indignados hubiese sido menor; es que la prédica religiosa no ha sido en vano, ha servido para que —incluso aquellos que no se consideran religiosos— naturalicen la mendicidad, tanto que hemos hecho de la caridad una política de Estado.

No, no exagero. La razón de ser de una limosna —como lo demuestra la justificación del Vicepresidente sobre su acto caritativo— no es solucionar los problemas de la persona que la recibe sino tranquilizar la conciencia de quien la entrega. Es triste, pero, este es el criterio con que se definen las políticas públicas para favorecer a los segmentos más empobrecidos y vulnerables del país. Aquí un ejemplo que lo demuestra:

El pago de la Renta Dignidad, en el periodo 2008 – 2016, alcanzó a 2.743,25 millones de dólares, suma que representa apenas el 2,39% de todo el presupuesto ejecutado por el Estado en los últimos nueve años o, si se prefiere, el 3,28% de todo lo gastado en el mismo periodo por lo que se denomina “Gobierno General”, es decir, todo el Estado menos las empresas públicas. Si comparamos lo gastado en la Renta Dignidad con lo destinado a inversión pública, en los mismos años, la suma solo representa el 9,93% del total de la inversión pública y el 22,78% de la inversión en infraestructura. (Ver Gráfico).

Esta ejecución presupuestaria demuestra que la Renta Dignidad solo ha servido (si me permiten la analogía) para lavar la conciencia del Estado, pues, en el ámbito internacional ya se puede decir que en Bolivia existe un “seguro universal de vejez”; que el monto otorgado por dicho seguro sea miserable y en la práctica no sirva para nada a nadie, ni a las autoridades estatales ni a los organismos internacionales, les importa. Claro, para las altas burocracias del Estado y la cooperación internacional lo importante es decir y aparentar que se lucha contra la pobreza, que la misma se esté superando o no es lo de menos.

La Renta Dignidad también ha servido para que los gobernantes de turno la utilicen para discursear sobre su genialidad y el cómo están cambiando el país; pero, en la práctica, no es más que una limosna, es decir, un monto de dinero que no hace que quien lo reciba afronte con soltura las necesidades y los problemas que surgen en su vejez. Tanto es así, que hoy los montos de la Renta Dignidad ni siquiera superan el parámetro de “pobreza extrema” establecido por el propio gobierno en el nivel miserable de 401 Bs. por persona por mes.

Puede sumarse a las cifras de la Renta Dignidad lo que el Estado gasta en los bonos Juana Azurduy de Padilla, Juancito Pinto y en otros programas similares y las proporciones no cambian sustancialmente. En realidad son políticas públicas que otorgan sumas mínimas de dinero (limosnas) que, más que ayudar a enfrentar el diario vivir de quienes lo reciben los degrada a la condición de mendigos.

No, no es que al Estado boliviano le falte dinero para realizar mejores transferencias de dinero a los ciudadanos de edad avanzada que no encuentran y/o no pueden realizar alguna actividad económica; lo que sucede es que las autoridades gubernamentales, departamentales, municipales y los gestores de las instituciones descentralizadas en vez de priorizar al ser humano priorizan la construcción de infraestructura o, dicho francamente, priorizan acciones de las cuales puedan sacar un buen rédito político y (como es altamente probable) económico.

Si la prioridad fuera asegurar un nivel mínimo de calidad de vida en la vejez, limitando o eliminando algunos componentes de lo que se clasifica en “gasto de funcionamiento” (por ejemplo: publicidad, telefonía celular, viajes, viáticos, transporte, etc.) y reduciendo la inversión pública en obras faraónicas, proyectos de dudosa factibilidad, y construcciones innecesarias, con seguridad, el dinero restante permitiría otorgar un monto de Renta Universal de Vejez que sea realmente útil a quien lo reciba y, por consiguiente, más que una limosna que lo degrada sea un factor que dignifique los últimos años de su vida.

Para terminar, de 1.235.215 personas que cobraron la Renta Dignidad hasta diciembre de 2016, sólo 206.870 recibían una pensión de vejez, en cambio, el resto, 1.028.345 personas no acceden a ninguna tipo de pensión y solo reciben los 300 Bs. por mes. Esto significa que, exceptuando a las personas que reciben alguna renta de alquiler, más de un millón de adultos mayores están condenadas a trabajar —literalmente— hasta morir y/o convertirse en una carga económica para su familia. Esta realidad debería ser suficiente para obligar a cambiar las prioridades del Estado y, por supuesto, eliminar la limosna como política de Estado.

Por Gustavo Marcelo Rodríguez Cáceres

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